martes, 29 de enero de 2013

No temerás mi ira




¿Cuánto nos exigimos?

Quienes hemos elegido, primero desde muy dentro y luego desde la perspectiva que avala la ciencia, una crianza consciente y respetuosa a menudo nos encontramos diciendo y exponiendo que queremos respetar los ritmos de nuestros hijos, colmar sus necesidades sin anular su individualidad, dotarles de un sentido natural de lo que está bien y lo que es justo (“no hagas esto por el premio, hazlo porque de verdad quieres hacerlo”), animarlos a expresar sus sentimientos y emociones porque todos, incluso la ira, son naturales y sanos.

Respetamos sus ritmos, sí. Pero ¿y qué pasa con los nuestros?

Quienes hemos elegido esta línea de crianza nos encontramos demasiadas veces no permitiéndonos hacer aquello para lo que alentamos a nuestros retoños: no nos permitimos enfadarnos. Y no estoy diciendo que no lo hagamos: estoy diciendo que no nos lo permitimos. Nos sentimos culpables si no nos controlamos en la medida que hubiéramos deseado. ¿Es eso sano?

Normalmente, siempre creemos en la enseñanza mediante el ejemplo. Podemos aprobar, incluso alentar en ocasiones, en nuestros hijos que sientan rabia o enfado, porque mediante su expresión y aceptación aprenderán a gestionarlo como una emoción natural del ser humano y no serán esclavos de su propia ira. Pero, ¿y nosotros? ¿No somos esclavos de nuestra aversión a la ira?

Puede que le esté enseñando a mi hijo que debe aprender a controlarse (en el marco de lo que aquí entendemos por “controlar”) ahora que es pequeño, porque cuando sea un adulto no se le permitirá expresar tal emoción. No. No es eso lo que le quiero transmitir. No quiero que aprenda que lo que se le permite ahora no se le permitirá en su vida adulta. Quiero que en nuestra casa, en nuestro refugio, la justicia funcione en ambas direcciones, y puede que para eso no sólo deba otorgarle a él los derechos que tenemos nosotros, sino que quizá debería empezar a otorgarme a mí misma los derechos que le doy a él.

Tal vez los momentos de “debilidad”, cuando uno sucumbe a su rabia y explota en un grito, no fueran tan alarmantes si no nos pillaran a nosotros tan por sorpresa como a ellos.
Si quiero enseñarle mediante el ejemplo, la gestión de la rabia, la frustración o cualquier otro sentimiento de los que se consideran “malos” no debe ser una anulación del sentimiento, sino una muestra de verdadero autocontrol. Y el autocontrol no consiste en masticar y tragar toda emoción no deseada, no. El autocontrol debe consistir en aceptar que esa emoción aflore en la medida que nos haga sentir mejor sin necesariamente hacer sentir peor a otro y sin que nos sintamos culpables después.

Si en un momento dado sentimos que perdemos los papeles y alzamos la voz, la reacción no debería ser guardar silencio y sentir vergüenza por haber gritado. Deberíamos aceptar que, aun siendo padres que hemos elegido una crianza consciente, somos humanos, capaces de enfadarnos, capaces de gritar como expresión de nuestro enfado. No tendríamos que intentar no gritar: si nos permitiéramos a nosotros mismos enfadarnos, estaríamos preparados para hacerlo del modo correcto cuando llegue ese momento.

Porque, reconozcámoslo, ese momento llegará. Un bebé de dos meses o un niño de dos años tal vez aún no haya tenido muchas ocasiones para ponernos a prueba pero, tarde o temprano, lo hará. Y no sólo es nuestro derecho, en este círculo de justicia y equidad que queremos en nuestro hogar, el reaccionar con enfado, sino que tendríamos que empezar a plantearnos como un deber el enseñar a nuestros hijos cómo trabajar realmente esa rabia.

Nos gusta darles espacio cuando ellos se enfadan, respetarlos, decirles incluso que les entendemos y que pueden estar enfadados. Eso es sano (creo que mucho). Pero ¿les estamos dando un ejemplo REAL de cómo trabajar con todo eso? Porque, creo, darle ese ejemplo es mi responsabilidad.

Somos muy conscientes del respeto que profesamos a la evolución natural de nuestros hijos, pero a veces nos olvidamos de dejarnos evolucionar a nosotros también. Tenemos que perdonarnos de antemano y atrevernos a permitirnos ser espontáneos, auténticos, naturales también en esto. Cuando hayamos aceptado esta faceta nuestra, de todos, la que menos nos gusta, estaremos preparados para poder reaccionar con enfado ante una situación que nos supera, pero con la clase de enfado que nos gustaría que ellos desarrollaran: sano, tranquilo, sólo nuestro. Un estado pasajero que pasa como un nubarrón: llega con el viento y con el viento se va.

¿Y si no podemos? ¿Y si me permito cabrearme y me paso de la raya? Entonces tendríamos que aprovechar la oportunidad, porque sólo se me ocurre una cosa más humana que un padre permitiéndose ser natural ante sus hijos, y es un padre permitiéndose mostrarse arrepentido ante ellos. El perdón es un modo de justicia; una forma de arte que también funciona en ambas direcciones. 



martes, 22 de enero de 2013

Que viene el Coco



Soy una mujer adulta. Tengo veintinueve años, un hogar, un coche, un hijo, un trabajo y una pequeña torre de facturas que se acumulan entre el día uno y el quince de cada mes. Vamos, lo que de toda la vida se ha llamado ser adulto.

Ahora que una ha aprendido a quererse a sí misma ya suena ridículo considerarse “una cría” por ciertos aspectos de la propia personalidad, como que me gusten los dibujos animados más que a mi hijo o que esté fascinada con el hábitat para insectos que le han regalado. Y tampoco es cosa de críos que me dé miedo, auténtico pavor, la oscuridad.

Nadie se atreve a decirme, con veintinueve añazos y un montón de canas que tengo, que hay que ver que tonta parezco, como si fuera un bebé, teniendo miedo de la oscuridad con lo mayor que soy”. No, claro que no. A una mujer adulta nadie le dice esas cosas. Una mujer adulta que tiene fobia a la oscuridad (acluofobia, se llama) tiene un problema real, una enfermedad diagnosticada. Pero antes de ser una mujer adulta con una enfermedad, fui durante mucho tiempo una adolescente con una tara de fábrica, y antes de eso fui durante mucho tiempo una niña con un problema ridiculizado.

Durante todo ese tiempo que mi “problema” lo era más por los demás que por la propia oscuridad, muchas veces pensé en acudir a algún psicólogo, a algún hipnotista que pudiera hacerme retroceder a descubrir el origen de mi miedo y así intentar eliminarlo desde la raíz. Pero esa idea se quedó en ese saco de los Algún día, cuando tenga tiempo.

Cuando el Príncipe Hugo había arrancado a andar libremente hacía poco, estábamos en casa de un familiar por la noche, con toda la casa a oscuras salvo la cocina, donde nos tomábamos un café. Mi Príncipe, lógicamente -por aquello de que es un niño-, quiso salir a explorar y, ¿qué se encontró? Un cuerpo bloqueando la puerta de la cocina, cogiéndolo por el brazo y diciéndole amorosamente:
-         
      -  ¡No salgas ahí, que está oscuro y hay un coco!

Algo se prendió en mi interior. Como si le hubieran dado al interruptor y dos neuronas que hacía tiempo que no se encontraban se hubiesen conectado. E instintivamente pedí que no le asustaran de ese modo. “¿Por qué?”, me preguntaron. “Porque se empieza así, y se termina con veintinueve años temiendo a la oscuridad”.

Abrí los ojos de repente, escuchando en mi cabeza un montón de voces de mi infancia que me resultaban familiares y me decían amorosamente: “Jessica, no vayas para allá, que está oscuro y hay un coco”. ¡Joder! ¿Tanto os costaba ir a explorar conmigo, panda de vagos? Claro, es mucho más fácil asustar a un niño para que se esté quietecito que molestarse en acompañarlo.

Cuántas cosas, aparentemente inofensivas, se hacen con nuestros hijos por inercia, porque lo escuchamos, porque resulta fácil, porque nos lo dijeron a nosotros tiempo atrás. Qué distinto sería todo si nos parásemos a pensar en las alternativas. Si pensáramos al menos en dos opciones antes de actuar. Si plantearnos lo que hacemos por costumbre fuera parte de nuestra rutina con nuestros niños. Porque es realmente triste darse cuenta de que, aún no queriendo hacerlo, aún teniendo premeditado evitar esos comentarios, te sorprendes a veces balbuceando estas amenazas por pura inercia, porque ya lo has oído antes. Así de peligrosa es la corriente.

Podemos decirles que hay un monstruo en ese sitio oscuro para acomodarnos, ya no la vida, sino sólo la tarde, pero luego osamos exigirles que no teman a la oscuridad. (¿Perdón?) Por si quedara duda de que la culpa siempre es de los niños, les convencemos de que son ellos quienes tienen el problema. Estamos alimentando la saca de lo absurdo sin miramiento alguno para engordar los problemas que nosotros mismos hemos creado y dejar luego que alguien (¡quien sea, por dios!) nos venda las soluciones. Suena a la cultura del ridículo.

Pararse un momento, respirar y acompañarles con paciencia… No puede ser tan difícil, ¿no creéis?


Soy una mujer adulta, tengo veintinueve años y soy consciente de que no hay qué temer. Pero no lo puedo evitar: la niña que soy SABE que en la oscuridad… Hay un coco.


martes, 15 de enero de 2013

Campo de batalla





Terminando el año 2012, hablaba un día después de un taller de porteo con una amiga. Las mamás embarazadas atendían encantadas a lo que les contaba sobre llevar a sus bebés bien pegaditos al cuerpo. Parecía maravillarles. Le contaba a mi amiga que parece que la corriente va cambiando; que la gente siente que quiere hacer las cosas de otra manera y se deja llevar más.

Recuerdo que cuando era pequeña oía hablar, en la televisión o en el aire, no sé, a unos de esos “locos” que hablaban de la nueva era de Acuario que llegaría con el nuevo milenio. Los metía en el mismo saco que a los otros locos, los que decían que el mundo se acabaría en el 87, en el 93, en el 2000… Pero los primeros decían que sería una nueva era de liberación espiritual. Una “Revolución del Amor” (Estos hippies…).

Pero, mira tú, sí que parece que el mundo va cambiando. Hay quien dice que está habiendo cambios energéticos importantes, que está cambiando el magnetismo polar, que el mundo espiritual está revuelto. Yo, emocionada, le contaba a mi amiga que sí que es posible que un gran cambio se esté produciendo. Que contribuiremos a cambiar el mundo desde la infancia de quienes algún día lo poblarán y gobernarán. Que es posible una utopía de amor y respeto hacia los individuos. Y, entonces, una madre me escribe entre lágrimas, contándome que lleva dos días llorando.

En la revisión de los seis meses de su bebé, el pediatra le hizo tres preguntas rutinarias: ¿Duerme con vosotros? ¿Aún toma pecho? ¿Lo hace durante la noche? Todas las respuestas positivas. Y su recomendación profesional (por cierto, no solicitada) fue eliminarlo todo: sacarlo de la habitación, dejar de alimentarlo por la noche y empezar a sustituir la leche materna por fórmula porque, literalmente, “con esa edad ya sale sólo agua y no alimenta”. No se dan cuenta del poder que tienen sobre algunas madres. No es justo que por un sanitario mal informado una madre esté dos días llorando, “porque él es el profesional y tendré que hacerle caso aunque me duela, ¿o no?” y es menos justo aún que un bebé se vea privado de teta y contacto por su causa. Y a la mierda el buen rollo, la buena energía, los cambios magnéticos y la era de Acuario.

No me malinterpretéis: no estoy hablando de las madres que libremente deciden dormir en habitaciones separadas, o dar fórmula, o no alimentar durante la noche. Estoy hablando de un profesional que, bajo el “amparo” de unos argumentos caducos, científicamente más que rebatibles, imparte directrices que van en contra del deseo más visceral de una madre. Esto, señores, es intrusismo paternal. Y lo que yo siempre defenderé es el derecho de unos padres a ser quienes decidan sobre la crianza de sus hijos. Lo siento mucho, pero si yo voy al médico a que me mire una verruga y me aconseja gratuitamente que deje de dormir con mi marido, lo mando a la porra. Sobre la vida cotidiana de un adulto, si no interfiere con su salud, ningún médico se atreve a gobernar. ¿En qué libro se les otorga el derecho a hacerlo sobre la vida de un niño?



Aunque esto no es una guerra, a veces me siento como si estuviera en un campo de batalla. Por un lado están quienes están anclados en su territorio, en el de las ideas de una industrialización que arrasó con todo, de las leyendas urbanas estilo años setenta, de las enseñanzas del Libro Gordo del Doctor Petete y del ninguneo de las necesidades de los niños con todas sus consecuencias a largo plazo. Y yo, considerándome pacifista, me siento a veces como si estuviera en una eterna ofensiva, intentando desarraigar banderas de un terreno que por derecho pertenece a lo natural.

Es agotador. Me agota, a veces, cuando estoy en pleno apogeo emocional por haber conquistado una colina, ver que los tanques llegan a aplastar la hierba. O quizás es que los tanques, en realidad, siempre estuvieron ahí. Ya no lo sé. Es realmente descorazonador intentar vislumbrar cuánto tiempo te van a aguantar las fuerzas. Cuántas margaritas podrás sacrificar en los cañones, antes de darte por vencida.

¿Vosotros creéis que hay suficientes flores en el mundo para detener tanto fuego?

martes, 8 de enero de 2013

Todo el mundo escribe





Todo el mundo escribe. Hay quien escribe libros y quien escribe citas eternas en las puertas astilladas de un lavabo. Quien escribe 800 páginas de meticulosas instrucciones de un cacharro, ve tú a saber cuál, y quien condensa la esencia del amor en cuatro versos, mientras alguien clava en su pupila una pupila azul. Como sea, todo el mundo escribe. Yo también.

Por algún motivo -que alguien me lo diga si sabe cuál es-, cuando uno es consciente de que mucha gente lee lo que escribe, olvida el verdadero motivo por el que lo hace. Rara vez escribe uno para los demás. Puedes saber que te leerán cinco mil personas o dirigirte a un lector imaginario. No importa. Casi nunca escribes para los demás. En todo caso, escribes también para los demás. El verdadero motivo por el que todo el mundo escribe es para decirse algo a sí mismo. Para ordenar los pensamientos, para no olvidar un hecho, para desahogar una emoción o para argumentar una idea ante sí mismo y decirle, con ello, al mundo (¿a la posteridad, quizás?) que no está loco. Esa es la auténtica motivación para escribir.

Esa es la razón por la que yo escribo. Ese es el motivo por el que amo tanto como necesito escribir sobre crianza. Sobre MI crianza: la manera en que crío a mi hijo, a mi Príncipe Hugo.

Me he acostumbrado -quizás demasiado- a vivir en un entorno que cuestiona tanto, a veces, mi modo de hacer las cosas, que ya sea por educación, ya sea por rendición, he decidido no discutir con quien no sabe opinar sin juzgar. He decidido no derrochar mi energía dando explicaciones a quien no quiere escucharlas. Pero todo eso que uno lleva dentro (y donde escribo “uno”, léase “yo”) hay que contarlo, hay que decírselo a alguien, porque yo creo en mi modo de hacer las cosas, porque yo aprendo dejándome enseñar por mi hijo, porque yo busco argumentos, grupos, libros, estudios y, si me apuras, busco ranas peludas con tal de asegurarme a mí misma, en mi posición de madre, que estoy haciendo lo mejor para mi hijo.

Todo eso hay que decírselo a alguien, sí. ¿Y a quién se lo digo? A quien más lo necesita: a mí misma. Y por eso estoy aquí. Tú me lees, pero no es para ti para quien escribo. Escribo para mí: para ordenar pensamientos y hormonas y aunarlos en perfecto baile de letras. Para no olvidar por qué hago lo que hago. Eres tú quien me hace el favor, porque creer que escribo para ti es lo que me obliga a añadirle horas a mi semana para no quitárselas a mi familia, encontrar tiempo y sentarme aquí, a escribirte una carta que tal vez nunca leas.

Gracias por acompañarme.